Las aves poseen el don de detener mi tiempo. Además de vestir tanta belleza, tienen un imán que me ata a ellas, por sobre todo, me gustaría expresar un momento del día, cuando cruzo el camino de mi oficina hacia el patio.
Entre palabras de inicio de jornada y la apertura informática que me guiará a realizar los mapas que fundamentan mi trabajo, existe siempre una interrupción necesaria, un mapeo diferente, una interpretación visual de curvas que no son precisamente de nivel, de textura y relieves que son distintas a la superficie terrestre, sino más bien se extienden hacia su antítesis.
Incluso Bareiro Saguier me invitó a empezar el día con palabras sublimes: El canto de un pájaro trajo el anuncio de la luz, otros le hicieron eco y el bosque de trinos fue creciendo... Escuchando su canto me pregunto si querrían llamarme, pidiendo un poco de atención, mientras ellas se deleitan entre las flores del lapacho rosado que se extiende desde el suelo tan inmensamente en la vertical.
Las flores son el festín de picaflores que embriagados de néctar cantan sin cesar en una melodía dulce y sinfónica. Su canto me recuerda a la más sublime nota registrada jamás, cada uno con un tono característico, con silencios y notas agudas, formando una partitura sin fin.
Y los colores se mezclan más allá de los sentidos, todos bien tonalizados, una combinación mística que los distingue, poniendo un toque de singularidad a cada individuo.
Esta mágica interrupción es necesaria en mi día a día, me recuerda cuan vulnerable puedo ser ante estas criaturas que me cantan cuan importantes son en mi vida, especialmente unos instantes, salvándome un momentito y rescatándome de las garras tan temidas de la rutina.